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Es de principio que todo tribunal debe, previo a cualquier otro aspecto, examinar si tiene o no jurisdicción sobre el conflicto, es decir si es o no competente.

La competencia es la aptitud que tiene un tribunal para conocer de un determinado asunto, con exclusión de los demás.
Para su correcta determinación, el tribunal debe examinar el asunto desde varias dimensiones, siendo las principales: la personal, la territorial, la funcional y la competencia en razón de la materia.

La competencia en razón de la persona se determina por la calidad de las personas vinculadas al litigio. Como el caso de los menores de edad en conflicto con la ley cuya competencia atañe a tribunales especializados y no a los ordinarios. Así como de ciertos funcionarios públicos sometidos a proceso penal, cuyo conocimiento corresponde –en primer o último grado- a una jurisdicción de alzada y no a la jurisdicción de primera instancia.

La competencia territorial, generalmente vinculada al domicilio del demandado; o bien al lugar específico donde se ha producido el hecho objeto del conflicto.

La competencia funcional o de jurisdicción que tiene que ver con la atribución dada, conforme la organización judicial, a los distintos tribunales, atendiendo a su jerarquía: Juzgados de Paz, Primera Instancia, Apelación; etc.

Por último, la competencia en razón de la materia, que se determina de acuerdo a la naturaleza de la pretensión procesal, tomando en cuenta la naturaleza del derecho subjetivo involucrado en el conflicto (penal, civil, etc.)

La comprobación de la competencia es un asunto que interesa al orden público y, por tanto, debe ser examinado aún de oficio por el tribunal.

Tal determinación, en la mayoría de los casos, se hará por “simple inspección” mediante la mera constatación de todas las dimensiones que permiten establecerla. Por eso, en la generalidad de los casos, es un examen in limine.

En materia penal, empero, esta comprobación no necesariamente es simple pues, en muchos casos, se requerirá de un examen cuidadoso para poder determinarla. Teniendo especial manejo lo relativo a la competencia material que no podrá ser pronunciada bajo ninguna circunstancia, habida cuenta de que el tribunal penal siempre será competente para el examen del hecho sometido a su escrutinio, debiendo concluir cada caso con una sentencia de condena, si el hecho se puede subsumir en la norma penal, y pronunciando la absolución en caso contrario.

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El ejercicio de un recurso contra una decisión judicial se rige por varios principios según la materia que se trate y conforme al tipo de decisión cuestionada por la vía recursiva elegida.

Uno de estos principios, común a todos los recursos y común a todas las materias; es el de la personalidad del recurso, según el cual el resultado, si es favorable, sólo puede ser aprovechado por quien lo haya presentado.

En materia penal este principio tiene, sin embargo, una excepción ya que los recursos, por expresa voluntad del legislador, tienen un efecto extensivo según el cual el recurso ejercido por un imputado, en contra de una decisión que lo perjudica, puede favorecer a los demás imputados a quienes también el fallo recurrido, les sea contrario.

La aplicación de la extensión se limita, en consecuencia, a los casos en que la decisión sobre el recurso favorezca la situación del imputado no recurrente y debe ser aplicada, de oficio, por el tribunal del recurso. Nada impide, sin embargo, que un imputado no recurrente pueda, por petición separada, solicitar al tribunal su aplicación.

La extención ha sido establecida por el artículo 402 del Código Procesal Penal, que ha imprimido tal carácter a los recursos, sujetando su aplicación a que los motivos en que se fundamente el recurso no sean exclusivos o personales de la persona que lo ha interpuesto.

Este principio fue incorporado, por primera vez, a la legislación penal dominicana tras la instauración del modelo establecido por el Código Procesal Penal; ya que en el sistema de recursos vigente con anterioridad, el mencionado principio de personalidad no tenía ninguna clase de excepción y se aplicaba, sin distinción, a todos los recursos organizados por la ley.

En la práctica, no obstante haber transcurrido casi tres lustros de la entrada en vigor del Nuevo Código Procesal Penal, la aplicación de este principio ha sido bastante tímida y no creo que ello se deba, precisamente, a la ausencia de casos en que esto sea posible.

Probablemente en muchos procesos esta posibilidad haya existido y no se materializara, sea por inadvertencia del tribunal apoderado o por la tendencia de muchos jueces a no aplicar una norma de oficio sin que tal proceder pueda causar algún tipo de escozor en las partes a quienes el fallo podría resultar contrario.

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Todos saben que mentir es un hábito en él. Tanto que se atreve asegurar que por las cañerías de su departamento corre petróleo y no agua. Así de sencillo. Una ostensible mentira, comprobable por la simple imaginación de quien recibe la noticia, a él le parece verdad de perogrullo.

Eso de mentir se ha convertido en algo tan natural que no le molesta, pues por su cabeza no le pasa ni cerca la idea de que está haciendo algo malo.

Bajo esa premisa, promete a muchos soluciones imposibles e inalcanzables. Da por sentado que el problema del amigo está pronto a resolverse cuando, en realidad, apenas inicia.

Por su costumbre, asegura que el Rey Midas le ha regalado su sentido del tacto y, por eso, convierte en oro lo que toca.

Al tomar vino dice, que ha escogido esa marca, porque le fue recomendada en sueños por el propio Vaco.

Su naturaleza le permite afirmar, sin ninguna clase de rubor, haber estudiado profundamente la literatura universal y que eso le llevó a descubrir que no fue Cervantes quien escribió el Quijote sino Platón.

Cualquier rutinaria conversación, por vanal que sea, debe contener alguna mentirilla, aunque sea piadosa. Nada puede ser verdad plena, en nuestro personaje eso es contra natura.

A los demás sus mentiras le divierten. Lo conocen mentiroso y así lo aprecian, pues aseguran que también es noble y no es capaz de dañar a alguien, al menos de manera consciente.

De esta forma, todos los que le rodean, se hacen cómplices de sus falacias.

Mentirosos por omisión o por exceso de afecto.

Mitómanos por antonomasia. Yo conozco algunos, ¿y usted?. Ponga a rodar su memoria y de seguro encontrará alguno.

Eso sí ¡Manténgase alerta! No se atreva a dormir mientras éste vele su sueño. No vaya a ser cosa que ese día venga el lobo y usted, confiado de conocer su mañosa costumbre, no se fíe del aviso y permanezca dormido hasta ser devorado por la fiera.

Ese es el riesgo de quien tiene en su círculo cercano a un mentiroso impenitente.

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Cuando la acción penal es pública su ejercicio corresponde al Ministerio Público, quien tiene la obligación –y no la facultad- legal de ejercerla.

Empero, de manera excepcional, la ley le permite prescindir total o parcialmente de su ejercicio bajo determinadas y estrictas condiciones. Son estos los llamados mecanismos de solución alterna.

Uno de estos mecanismos es el denominado criterio de oportunidad que siempre ha existido en nuestro sistema procesal aunque, a partir de la reforma del año 2002, se establecieron reglas claras que permitieron pasar de la amplia discrecionalidad a la discrecionalidad reglada.

Los casos y condiciones en los que el Ministerio Público está autorizado a su aplicación se encuentran enumerados por los artículos 34 y 370.6 del Código Procesal Penal, respectivamente.
Según el artículo 34, este criterio se puede aplicar en cualquiera de los siguientes casos: a) cuando se trate de un hecho que no afecte significativamente el bien jurídico protegido o no comprometa gravemente el interés público; b) cuando el imputado haya sufrido, como consecuencia directa del hecho, un daño físico o psíquico grave; y c) cuando la pena que corresponde por el hecho de cuya persecución se prescinde, carezca de importancia frente a una pena ya impuesta, en un caso anterior, o frente a una pena imponible en otro proceso abierto de forma paralela (expectativa de condena).

Por su parte, y conforme al párrafo 6 del artículo 370, cuando un imputado ofrece colaboración en la investigación de casos de criminalidad organizada.

El efecto ordinario que surte la aplicación del criterio de oportunidad es la extinción de la acción penal, (artículos 36 y 44.6 del Código Procesal Penal). Sin embargo, cuando este se aplica sobre la base de expectativa de condena en un caso paralelo, la aplicación del criterio de oportunidad no va a provocar la extinción de la acción penal sobre el caso, sino que, la suspende hasta que se obtenga una sentencia definitiva sobre el caso paralelo.

La acción penal, con respecto del primero de los casos, sólo se extinguirá si se logra una sentencia, en el caso paralelo, que satisfaga las expectativas que tuvo el Ministerio Público al momento de prescindir de la acción penal. De lo contrario, el primer caso retomará su curso y podrá juzgarse al imputado como si nunca se hubiera aplicado el criterio de oportunidad.

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Habiendo comprado un nuevo gavetero, mi esposa me pidió guardar una almohada que sólo utilizamos en determinada época del año. Fue necesario el empleo de gran fuerza para acomodarla dentro del pequeño cajón.

Tiempo después, al sacarla para su acostumbrado uso, comprobamos que se había desformado gracias a la compresión a la que había sido sometida en un espacio considerablemente más estrecho que su volumen.

Acaso por la capacidad analógica que poseemos los seres humanos para razonar las cosas, aquel irrelevante suceso de la vida cotidiana, me hizo pensar cómo, en el ámbito intelectual, aparecen algunos que tratan de acomodar ciertas tesis o posturas a situaciones en que sencillamente no caben.

Me refiero, en específico, a aquellos que se ven tentados a sostener tesis distintas sobre un mismo punto. Una cosa en el aula, la otra fuera de ella. Si cambian las circunstancias, pretenden encajar la cuestión, como la almohada en el cajón.
Aquí no es válida la excusa de la torpeza, sobre todo, cuando nadie duda de la capacidad intelectual de quien expone la cuestión.

Tampoco es que al académico le esté prohibido cambiar de postura cuando caiga en cuenta de que ha estado en un error. Pero este cambio, que debería tener lugar contadas veces, deberá estar precedido de un solemne y estricto rigor que permita a la comunidad académica conocer de la nueva postura y de los serios motivos del cambio de posición. Sólo así el académico mantendría el respeto de su clase.

Lo dicho hasta aquí permite comprender que a determinadas personas dedicadas a puntuales quehaceres les sea prácticamente imposible conciliar su profesión con la de la academia sin que puedan verse tentados a quebrar el adecuado desempeño que uno u otro ámbito demandan.

Tal es el caso de los abogados que en nuestro quehacer cotidiano nos vemos obligados a defender causas o de los políticos que deben su postura a particulares tendencias muchas veces no conciliables con tesis académicas sostenidas por grandes sabios y que ellos mismos suscriben.

Sería ideal que los profesionales que nos dedicamos a la academia pudiéramos tener ese noble quehacer como único medio de sustento y que no nos veamos necesitados o tentados al pluriempleo que nos llevará, en más de una ocasión, a tener que acomodar la más grande de las almohadas en el más estrecho de los cajones.

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